Algunos historiadores concuerdan que la segunda guerra mundial terminó con la rendición de japón, como consecuencia de los estallidos de las bombas atómicas en las zonas de Hiroshima y Nagasaki en agosto y formalizada el 2 de septiembre de 1945. El proceso de reconstrucción nacional comenzaba, los territorios invadidos por la potencia alemana comenzaban su separación; así como aquellos territorios que conformaban la basta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Sin embargo, el fin de la gran guerra marcaba el comienzo de un periodo que duraría cerca de cinco décadas, caracterizado por la inestabilidad política y económica de los países afectados por la guerra y el imperialismo europeo. Pero el evento más relevante fue el protagonizado por los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El mundo, consideraban, necesitaba una potencia económica que diera forma a las nuevas estructuras sociales y políticas del siglo XX.

El enfrentamiento inició en Alemania, país devastado por la guerra, donde el territorio fue dividido por las diferencias ideológicas imperantes. Una zona fue dominada por Estados Unidos y sus aliados, la otra fue de los soviéticos. Esta situación de máxima tensión, pero que nunca llegó a estallar en una confrontación abierta, se conoció como Guerra Fría y se extendió por más de 40 años.

Durante cinco décadas, la Unión Soviética y Estados Unidos fueron las dos potencias mundiales hegemónicas que se disputaron la influencia sobre el resto de los países del planeta. El colapso económico y las crisis políticas internas de la Unión Soviética terminaron con su disolución en 1991, con ello, fin de la Guerra Fría.

El historiador Eric Hobsbawm (1999) comenta al respecto sobre algunas de las crisis y obstáculos que enfrentó el mundo a causa de la inestabilidad política y económica derivada de la guerra fría:

La historia de los veinte años que siguieron a 1973 es la historia de un mundo que perdió su rumbo y se deslizó hacia la inestabilidad y la crisis. Sin embargo, hasta la década de los ochenta no se vio con claridad hasta qué punto estaban minados los cimientos de la edad de oro. Hasta que una parte del mundo —la Unión Soviética y la Europa oriental del «socialismo real»— se colapso por completo, no se percibió la naturaleza mundial de la crisis, ni se admitió su existencia en las regiones desarrolladas no comunistas.

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La reaparición de los pobres sin hogar formaba parte del gran crecimiento de las desigualdades sociales y económicas de la nueva era. En relación con las medias mundiales, las «economías desarrolladas de mercado» más ricas no eran —o no lo eran todavía— particularmente injustas en la distribución de sus ingresos.

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A principios de los noventa empezó a difundirse un clima de inseguridad y de resentimiento incluso en muchos de los países ricos. Como veremos, esto contribuyó a la ruptura de sus pautas políticas tradicionales. Entre 1990 y 1993 no se intentaba negar que incluso el mundo capitalista desarrollado estaba en una depresión. Nadie sabía qué había que hacer con ella, salvo esperar a que pasase.

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La tragedia histórica de las décadas de crisis consistió en que la producción prescindía de los seres humanos a una velocidad superior a aquella en que la economía de mercado creaba nuevos puestos de trabajo para ellos. Además, este proceso fue acelerado por la competencia mundial, por las dificultades financieras de los gobiernos que, directa o indirectamente, eran los mayores contratistas de trabajo, así como, después de 1980, por la teología imperante del libre mercado, que presionaba para que se transfiriese el empleo a formas de empresa maximizadoras del beneficio, en especial a las privadas, que, por definición, no tomaban en cuenta otro interés que el suyo en términos estrictamente pecuniarios. Esto significó, entre otras cosas, que los gobiernos y otras entidades públicas dejaron de ser contratistas de trabajo en última instancia (World Labour, 1989, p. 48).

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Referencia:

E. Hobsbawm. (1999). Historia del siglo XX (3a reimp.). Crítica. [p. 403-414]